Las cocinas ardían. Literalmente. Mientras, decenas de infantes —tal vez cientos— escapaban por el subterráneo que daba al bosque. El palacio, envuelto en una columna de humo que se elevaba hacia el cielo nocturno, se quemaba desde los cimientos. Horas antes, había tenido lugar un banquete sin invitados. La reina despertó en ese momento, rodeada aún por las sobras de comida en la mesa, y llamó de inmediato a su engendro de confianza.