Camino por las calles desiertas de la ciudad. Esa dama —de nombre Soledad— me tiende la mano, galante, guiando mis pasos hacia ningún lugar. Me siento insignificante en su telaraña, me ahogo y muero en la calidez del líquido amniótico, para renacer reencarnado en otras vidas; lejos, muy lejos de esta dimensión: soy el humo que emana de entre los lujuriosos labios de una vedette del Moulin Rouge; al rato, la flema que constriñe la garganta a un jornalero en los campos de Castilla. Puedo ser cuanto imagine, no hay límites.